miércoles, 21 de octubre de 2009

La noche en La Ciudad que Nunca Duerme.



Aquella noche, no quería dormir. Había vuelto a pincharse en vena el maldito turismo de reflexión y eso no era bueno. La inquietud que siempre le producía y que parecía estar dormida en aquel viaje, había despertado a las once de la noche. Tenía mono, mono de vida nocturna. En cualquier otro sitio, a aquellas horas, la vida terminaba a las siete o a las ocho como muy tarde. Pero la Ciudad que Nunca Duerme siempre es una excepción; era el lugar perfecto para un drogadicto de flash fácil como él.


Solo sabía de oídas que "La Plaza" era el paraíso, así que no se lo pensó dos veces y arrastró a su pobre familia allí. Si de día era increíble, de noche debía ser un auténtico espectáculo. Para verlo, caminaron durante un buen rato. Su hotel, el Chealsea Hilton Hotel, estaba en la calle 28 y tenían que caminar otras catorce manzanas hasta la 42.


Vieron las primeras señales de que se acercaban a la plaza. Había gente como para llenar cincuenta estadios como el Bernabéu. También peregrinaban al famoso lugar.


Entonces la encontraron. Ni en sueños se había imaginado que sería así. Las luces de las grandes catedrales del consumismo (Santa Coca- Cola, San Virgin y San Levi's) brillaban como estrellas. Teatros por docenas. Cientos de metros de rascacielo puro. Luces, luces y más luces. Neones. Fluorescentes. Millones de carteles, billones de bombillas. Una mezcla de músicas frenéticas, que le resultaba imposible de comprender pero que le animaban a seguir caminando entre la muchedumbre.


Llegó al altar que se encontraba en medio de la Plaza ( unas enormes escaleras luminosas que no llevaban a ninguna parte, eran algo así como un monumento).


Llovía torrencialmente, pero como peregrino que era le dio exactamente igual. Estaba extasiado mirando aquel espectáculo. Había llegado a su destino. Comenzó a disparar su cámara y ya no pudo parar.


Subió por las famosas escaleras, con el corazón palpitante. Llegó a la cima y vio como la vida discurría bajo sus pies. Como cientos de taxis amarillos se pitaban unos a otros, como la gente se amontonaba. Allí no se sentía el rey del mundo. En realidad, comprendió que no era más que una hormiga. Sí, una hormiga. Una hormiga que aún tenía demasiado que aprender y que aún no entendía como otras, creyéndose diosas, habían conseguido levantar aquel monumento. Una jodida hormiga entre siete mil millones que en realidad no pintaba nada en aquel hormiguero llamado mundo y que, si había llegado a Times Square, era por pura casualidad... y por drogadicta.






(Las fotos nocturnas a saber donde están. Bueno, sí lo sé pero me da pereza descargarlas. De todas formas el atardecer no tiene desperdicio).

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