martes, 26 de octubre de 2010

Como la seda.

Hoy, cogí el autobús a las nueve menos veinte y llegué a las nueve a la facultad. El autobús suele tardar media hora en llegar a la capital, y eso si tienes suerte y no hay el atasco matutino de todos los días. Así que justo a tiempo y batiendo récords de velocidad, llegué a clase. Entregué la práctica. Dije unas cuantas cosas. Solo diré que fueron las precisas y necesarias desde mi punto de vista: no puedo callarme, no está en mi genética. Lo que sí diré es que me fui con una sonrisa a la siguiente clase, que resultó ser apasionante. Como las restantes de las otras cuatro asignaturas. Vaya.


A las dos al descanso. Muchas risas, mucho tabasco y muchas ganas de comer. Esta vez me puse al frente de unos fogones nuevos. ¿ Cocina de gas... y como va eso? Y comemos a toda prisa. De postre, un poco de Extremoduro directamente sacado del Spotify, que no está nada mal.


Clase otra vez. Reflexiones de todo tipo. Debates a diestro y siniestro. Me gusta esto. Dan las cinco y media. Qué raro, el tipo este no vino. Café de terraza, al Sol de otoño pues.


Salgo corriendo. Autobús de las siete y veinticinco. Lleno, mira a ver si llegas al de y media en la estación. Se cierra la puerta en mis narices. Me resigno y me creo Usain Bolt: mil metros cuesta arriba, sorteando coches y viejas.


Y llego. Sin respiración, pero llego. Son las siete y media justas. Casi no me da tiempo a subir. Por poco me pillan la chaqueta con la puerta del bus. El siguiente pasaba a las ocho, me dice el conductor con una sonrisa. Justo a esa misma hora estaba abriendo la puerta de casa. Otra vez, el señor conductor ha pisado el acelerador. Justo a tiempo.




Estoy un poco falto de inspiración esta noche. Pero bueno, así son las cosas. Tenía que haber algo negativo hoy para equilibrar la balanza.






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