miércoles, 8 de diciembre de 2010

Cuando A quiere ser Z y se queda en F.




No tiendo a las largas reflexiones, al menos no con las que no merecen la pena. Hace mucho que no. Todo parece venirme directamente caído del mundo de las ideas, a lo Platón. Es lo que hay. En un mundo prêt a porter, las complejidades quedan al margen. Las cosas suceden y se retratan al instante, sin titubeos ni largos tiempos de espera. El objetivo cerebral lanza su propio flash como si se tratara de un paparazzi, a doscientas decepciones por segundo. Estamos rodeados hasta el cuello de mierda y a mí me desespera la sencillez. Para qué mentir.


Llegar a este punto no es fácil. Es una sensación parecida a meter la mano en un cajón y dar con el fondo a pocos centímetros. Podría trazar tres líneas maestras y tener un margen de error inferior al cero coma. Así de simple y así de triste. Hablar de heterogeneidad e independencia en una cosa tan simple no tiene sentido. No hablemos ya del concepto madurez. ¿Heterogeneidad? ¿Madurez? ¿El monstruo del lago Ness? Por favor, no confundamos "ser" con "quiero ser".



Madurar no es una acción, ni un acto, ni una competición. No eres el centro del mundo, ni lo serás. Ni tú, ni yo, ni nadie. No sería más maduro por haberme tirado a todo el bloque del edificio, por no beber, o por decir no al tabaco. La madurez no se esconde ni en el primer beso ni en el primer polvo. No es crecer físicamente, sino psicológicamente. No es querer ser, sino ser. Decir que lo eres tampoco significa nada.


Madurar es un proceso en el que te empiezas a dar cuenta hasta qué punto estamos llenos de mierda y, como proceso, no es inmediato. De hecho ese proceso nunca se acaba. Y si no se acaba, no sabes cuándo empieza y no lleva manual de instrucciones, probablemente sea un concepto tan abstracto que ni yo mismo tenga derecho a decir nada sobre él.






Si quieres brillar entre la masa, empieza por mirarte al espejo y después, asume responsabilidades. Quizás empieces a madurar.


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