sábado, 15 de enero de 2011

Todas las mañanas del mundo.

Un violín cruzó la tarde a paso lento y el apartamento no se oscureció hasta que al reloj le dio la gana. La canícula no parecía querer irse a dormir, así que se bañó por enésima vez en aquel sudor pegajoso estival con el que había empapado las sábanas. Desde su balcón, podía contemplar la calle, atestada una vez más de gente: eran las fiestas de San Genaro. Las cañas de bambú de la silla crujieron al balancearse suavemente sobre el embaldosado y al poco tiempo, ya cansadas, acabaron por callarse. La habitación se quedó en silencio.




Eran las siete y media de la tarde y el día resultaba exactamente igual que el anterior. Hacía horas que no comía nada. Se lo había advertido: yo sólo duermo de noche. Habían pasado tres días y resultaba ser lo mismo que ayer, una auténtica eternidad.




Contempló a la extraña que yacía en la cama, dormida todavía. Los rizos caían suavemente sobre las sábanas y sonreía, quizás, pensando en aquella mañana, en la siguiente, todas las mañanas del mundo. Se acercó y la contempló aún más de cerca: definitivamente estaba dormida.



Era mejor no adulterar el recuerdo. Que pensase que era un sinvergüenza con cierta maldad, pero que lo hiciese con una sonrisa. No había motivo para seguir allí mucho más. Se despertaría a la mañana siguiente y vería que las mañanas, todas las mañanas de la Tierra, se habían convertido en un simple recuerdo. Titubeó unos segundos antes de coger la camisa. Después, no tuvo más remedio que abrir la puerta y desaparecer para siempre.


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