miércoles, 23 de diciembre de 2009

Madrid, 1995.


"Recuerdo aún con una claridad asombrosa el primer día que te encontré, que te ví. Tenía la cabeza llena de ilusiones infantiles que cabrían en una tacita de café; apenas rozaba el metro de estatura. Desde mi insignificante posición, las cosas eran prodigiosas. Sobrehumanas. Los edificios parecían gigantes de hormigón, adornados de lucecillas que brillaban bajo la nieve. Llevaba tres años viajando sin parar, pero nunca había visto nevar. Mi parka verde se llenaba de aquella cosa blanca que caía del cielo, fría y granulosa, que se deshacía entre los dedos. Un sueño demasiado extraño, demasiado perfecto. La impresión cuando vi por primera vez tus calles jamás se me olvidará: engalanadas, rebosantes de coches, de gente por todos lados... para un niño de provincias, la noche de Madrid era más onírica que real. Gran Vía resultó ser una calle enorme, que se parecía tanto a las de las películas americanas que se veían en mi casa... parecía estar dentro de una película. Había un pequeño parque de atracciones, lleno de críos que no pasaban de los seis, riendo, corriendo... soñando. Qué suerte tenían los niños de Madrid, yo en mi ciudad no tenía más que toboganes y columpios.


- Mira niño - dijo mi abuela, señalando por el balcón.- ¿Ves esa torre?


- Sí. ¿Qué es eso?

- Es la Puerta del Sol. Ahí se celebra el Año Nuevo. Mañana, muy tarde muy

tarde muy tarde, aparecerá Papá Noel con su trineo por encima de ella.

- ¿Y me traerá un regalo?

- Claro. Entrará por mi ventana al salón, lleno de nieve. Estará muy cansado, pero te traerá lo que hayas pedido. Y luego se va volando, a repartir más por el mundo.


Y yo me lo creí. ¿Quién no a esas edades? Madrid era y es una auténtica destilería de ilusiones."

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