jueves, 4 de febrero de 2010

El pianista del Mar del Norte (II)


Creyó ver un trozo de madera y varias cajas destrozadas en la orilla. La tormenta no había perdonado y se lo había llevado todo por delante. Siguió caminando con paso fúnebre por la arena, envuelta en una toalla de algodón. Los primeros rayos septembrinos de la mañana despuntaban, dorando levemente sus brazos. Las aguas estaban serenas. Tranquilas. Quietas. Probablemente, estaban sin fuerzas tras un arrebato de ira en días pasados. Como si de un anciano se tratase, el Mar del Norte había dejado de embestir los peñascos. Él también se cansaba de jugar con las rocas. Eolo por su parte, le había dejado solo aquella mañana y se entretenía con el vaivén de los tulipanes en los campos de Groendam.


Siguió con su caminata matinal y entonces lo vio súbitamente. Era un animal muerto. No, era más grande. ¿Un hombre muerto? Dios, tenía que saber. Adeline Brauer corrió como pudo, hundiéndose entre la arena húmeda. Mediana edad, pálido, cabello moreno y con los labios azulados por el frío. Definitivamente, era un hombre.


- Dios mío, dios mío...


Horrorizada, comenzó a dar gritos en medio de la playa. Aunque estaba vacía, la ayuda no tardó en llegar.
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- ¿Ha dicho ya algo?

- Nada, señora Brauer. Absolutamente nada. Sigue inconsciente - dijo el doctor Van der Graaf, con cierta resignación. - Presenta graves síntomas de hipotermia; debía llevar un par de días al menos en alta mar. Es una suerte que haya conseguido rescatarle.


- No he hecho gran cosa. Le arrastré desde la orilla a tierra firme. Pero no sé si habrá sido en balde - se mordió el labio preocupada. El hombre seguía sin moverse. Estaba blanco como la porcelana, recostado sobre un camastro.

- Por ahora necesita mucho, mucho reposo. Aunque yo, sintiéndolo mucho, no puedo tenerlo en mi casa.


- ¿Y si le llevase a un hospital?


- ¿A cuál? ¿A Amsterdam? No, señora mía. Es imposible - comentó entristecido, negando con la cabeza.- Tanto bombardeo ha terminado con el único que quedaba en pie. Están mucho peor en la ciudad que aquí en Groendam, créame señorita Brauer.

- Está bien. Lo llevaré a casa - dijo, al fin.- No hay problema, ya que hace meses que no hay nadie. El señor Brauer está...


Notó cómo los pocos cabellos que le quedaban al señor Van der Graaf sobre la cabeza se erizaban como púas nada más oír esas últimas palabras. Se hizo un silencio súbito. Sabía perfectamente que clase de sentimientos provocaba el señor Brauer en sus vecinos.

Se quedó callada. No era una cosa de la que se sintiese orgullosa. En absoluto. Tampoco iba a mentir. Mejor que no, todo el pueblo sabía exactamente qué podía estar haciendo un hombre de tal calibre como el señor Brauer en los tiempos que corrían.


- Lo dispondré todo para su traslado - anunció el doctor, sin levantar la vista del suelo.

Y es que en el ambiente de Groendam, se destilaban demasiadas cosas. Un poco de salitre, mucho de tulipanes... y miedo. Un miedo que parecía salir a borbotones de la tierra. Miedo a los recuerdos que aún seguían vivos. Quizás, los recuerdos no tenían cabida en un pueblo como aquél. Quizás, nadie sabía ocultarlos.



http://cartasdesdeunavion.blogspot.com/2010/01/el-pianista-del-mar-del-norte-i.html

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