martes, 29 de junio de 2010

Vencedores y héroes.


La guerra terminó una mañana de septiembre. No con una batalla decisiva, al estilo de las masacres que las que se habían librado en los campos días atrás. No. Nadie disparó. Nadie encañonó a nadie, ni hubo fusilamientos destacables. Sencillamente amaneció y la pólvora se esfumó de la vida de los pocos combatientes que aún no estaban muertos, dejando una multitud de moribundos.




-Amigos, podéis volver junto con vuestras mujeres e hijos - murmuró el teniente coronel a los muertos y a los tullidos.




Nadie volvió. Lo que regresó de aquella guerra no eran ya seres humanos y mucho menos los que se habían sido antes: jóvenes vigorosos e inexpertos enviados al frente para inmolarse sin saberlo. Pero no, ya no eran ellos. Sus cuerpos volvieron, pero sus almas se quedaron allí, escondidas en los campos de colza. Miles de cadáveres andantes regresaron a sus casas. Pero nadie volvió.




Te recibiremos con mil y un honores. Aquella premisa popular le inspiraba ganas y eso que tanto faltaba por aquellos tiempos: esperanza. Una mugrienta pero numerosa multitud de campesinos estaría a las puertas de la ciudad, habría una fiesta con comida para alimentar a un país entero y trompetas para armonizar la llegada del héroe. Las heridas de guerra se curarán con la gloria terrenal que obtendrás al llegar a Chapaletas, le prometieron a Federico. El brazo gangrenado no necesitaría más alcohol para saciar sus ansias de alivio. No, no haría falta nada. Porque su patria era su patria. Y Chapaletas era la deseada Ítaca que ya faltaba en el recuerdo de sus ojos desde hacía tres años. Era la Tierra Prometida.






Federico José Cienfuegos arrastró sus pesados pies por aquella tierra baldía, levantando polvo por doquier. El calor axfisiante martirizaba nuevamente al único caminante del desierto de Aguafría. Siga caminando ahorita bien rápido, si tiene suerte alcanzará Chapaletas al despuntar el alba. Y eso hizo. Apoyó su mano contra el pecho, palpando la vieja fotografía de su amada Rosaura. Rosaura María de las Quintas. Ella le daría fuerzas para seguir un rato más, antes de tumbarse sobre el duro suelo de Aguafrías. Y siguió. Entonces, cuando creía desfallecer, vio las primeras luces de Chapaletas en el horizonte, entre las suaves colinas del valle.




A su llegada no hubo mil y un honores. Ni una mugrienta multitud que lo aclamase, ni comida para alimentar a un país. Ni una triste vuvuzela le recibió. Nadie acudió a su llegada. Nadie se acordó de su regreso. Nadie.




Una tórtola sobrevoló los tejados de las casas y desapareció en la niebla de la mañana. Llegó a la Plaza de Armas. Unos farolillos colgaban de los cables que atravesaban la calle. La ciudad estaba engalanada, pero no había nadie. Aún era pronto. Chapaletas dormía.




Entonces una voz resquebrajada le sorprendió por detrás:




- Ah, ¿todavía hasta las chanclas?

- No he bebido - respondió Federico José.- Acabo de llegar.


- Pues se ha perdido la fiesta padre.


- ¿Cómo? - preguntó, confundido.- ¿Ya estaban celebrando mi llegada?


- ¿Su qué? - dijo, extrañado. Pero pronto le quitó importancia.- Bueno, da igual. ¿Entonces a qué viene aquí?


- La guerra ha terminado. Vuelvo junto con mi mujer.


- ¡Ah! Pues qué bien. ¿Mucho muerto en la guerra?


- Demasiado.


El anciano ya no atendía a lo que le decía. Una marea humana, bulliciosa y alegre, venía corriendo por las calles de Chapaletas y pronto pasaron por delante suyo, arrastrándoles. Federico se resguardó en un portal, esperando que nadie le aplastase. Detrás suyo un coche de caballos avanzaba a marchas forzadas. Cloc,cloc, cloc. ¡Viva los novios! se oyó decir. La multitud se apelotonaba en las aceras para ver el paso de los enamorados, que salían de Chapaletas hacia su luna de miel.


Era casi imposible ver nada. Era aún de noche. Pero en aquel momento, justo cuando el carromato pasaba por delante de la marabunta, Federico José pudo estirar el cuello un poco y ponerse de puntillas.


- ¡Virgensita mía de Guadalupe y Aguafría! - exclamó una señora al ver el coche, mientras apretaba un rosario contra su pecho- ¡Bendiga usted a mi Rosi!


Rosi. Rosi era su nombre.


Rosaura María de las Quintas no pudo evitar palidecer en cuanto creyó ver una cara aún no olvidada entre la infinita sucesión de rostros desconocidos. Dos miradas se cruzaron en el espacio y en el tiempo, clavándose la una en la otra. Pero ni eso pudo impedir que siguiese estando impecablemente hermosa. El blanco le sentaba demasiado bien. Mejor que a los fantasmas del pasado.



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