lunes, 6 de septiembre de 2010

Aviones. Tocadiscos. Champagne.



París. Seis y diez de la mañana. La luz ya se filtraba por las rendijas de las contraventanas. Lea se revolvió sobre el colchón y finalmente se incorporó sobre él. Daniel notó que se había agachado para ver si estaba despierto. Podía sentir su respiración, corta e intermitente, sobre la nuca. Fingió dormir.





Lea se levantó de la cama sigilosamente y arrastró una sábana hasta el cuarto de baño. Cerró la puerta. Después oyó el murmullo del agua al caer y cómo canturreaba algo en sueco.





Daniel abrió los ojos y miró a su alrededor. Coco Channel estaba en el aire, Moustaki en el plato del tocadiscos y el Louis Roderer en las copas. Varias etiquetas de equipaje : JFK, CDC, BCN. Tampoco faltaba un uniforme de SAS perfectamente doblado en la silla. El resto eran los desperdicios de una noche desenfrenadamente apasionada.







Su trolley estaba tirada a un lado de la habitación. Se puso los pantalones rápidamente; la camisa se la abrochó ya en la calle. Bajó los escalones de dos en dos. "No me dejes nunca", oyó en su cabeza. Pero no le hizo caso. Corrió y corrió, corrió con todas sus fuerzas por la Place de la Vendôme, como si la vida misma se le fuera en ello. Cuando Lea Johannson se dio cuenta de la huida y se asomó a la ventana, solo pudo ver cómo se alejaba el coche en el que se iba.







La vida de Daniel Wittgenstein venía condicionada por aquella serie de números, horarios, códigos internacionales y compañías aéreas que se enumeraban sin descanso en el Charles de Gaulle. Todos se cruzaban una y otra vez en distintos puntos del globo, en aeropuertos que solo eran meros decorados casi iguales. Los mismos compañeros, las mismas aerolíneas, las mis los mismos pasajeros que se quedan en tierra... las mismas historias.





- Nadie te podrá salvar de esto. Solo me tienes a mí, de vez en cuando - le había dicho Lea cuando se acostaron.- Estamos destinados a vagar por el mundo.






Tenía razón. Vagaría por el mundo, como alma en pena, hasta el fin de los tiempos. No había salida. Suspiró. Después, observó los paneles electrónicos con consternación. No aparecía el suyo. Jodidos aviones, pensó. Acabarán conmigo. Entonces se escuchó el repetitivo anuncio de siempre y lo repetió mentalmente: Madames et mesieurs, le vol PanAm número 4679 à Neuve York va décoller... Putos aviones.






Ni siquiera pudo respirar cuando consiguió despegar el Boeing. Aléjate, aléjate de ella, le decía su cabeza. En realidad una parte de él estaba deseando dar la vuelta y volver a París, mientras que otra solo quería irse lo más lejos posible para no volver a verla. Ahora tendría que volar a Nueva York si quería encontrarle. Pero la llamarás de nuevo en Hong Kong, Brasilia y Moscú. Se mordió el labio. Sabía que en realidad ella no se había ido. Siempre estaba con él, ahí, insertada en algún lugar de su cerebro. Lea Johannson le perseguía, una y otra vez, por el escabroso entramado de su cabeza en el que tenía pista libre, como aviones en un aeropuerto, para volar.





Yokohama, siete y media de la mañana. La luz ya se filtraba por las rendijas de las persianas. Lea se revolvió sobre el colchón y finalmente se incorporó sobre él. Daniel notó que se había agachado para ver si estaba despierto. Podía sentir su respiración, corta e intermitente, sobre la nuca. Fingió dormir.

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