sábado, 9 de octubre de 2010

Aral.



Del viejo Perseo solo quedaban las costillas desnudas de nogal, abandonadas en la arena. De sus fantasmas, ni rastro. Un paño blanco ondeaba todavía en el mástil, a cientos de kilómetros de la costa. La muerte no entendía de declaraciones de paz. Ahora sólo era el cadáver de una barca huyendo del abrazo del desierto. Unas cuantas maderas podridas, descoloridas y sin vida que alimentarían otra chistosa leyenda de piratas o un fatídico viaje sin retorno. Aquí hubo una vez un mar. Nadie les creería.






Varias veces mi padre me dijo, muy convencido, que algún día tendrían que contarle a los niños del futuro cómo eran los árboles. Esa afirmación siempre me pareció tan inverosímil que la recordé hasta el día de hoy. Pero un día me contaron que aquella manchita azul llamada Aral, que aparecía en todos los mapas físicos de secundaria, había desaparecido. Aquello superó toda afirmación anterior. Y cuando me dicen que sí, que es verdad, que también lo vieron y lo sintieron allí mismo, no le dí ninguna importancia. No eres consciente del alcance de la palabra "nada" hasta que ves fotografías y puertos ahogados en la tierra seca.



Algún día, yo también iré a verlo con mis propios ojos. Si la cartera me lo permite, claro está. Palabra de viajero.


(Fotografías prestadas. Dromedarios en "el mar" y barcos varados a trescientos kilómetros de la nueva costa. Uzbekistán, mar Aral)

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