lunes, 28 de marzo de 2011

Las noventa y seis horas (I)









"Ojú, dice una peineta. Golpea la tarde con fuerza. El mercurio sufre un nuevo infarto, el verano retoza. Un ejército de abanicos sudados perfora la calima.




- ¿Qué era lo que me querías decir?





El murmullo de la fuente responde. Sin más.



Echamos a andar sin rumbo.




Las ventanas se abren a nuestro paso. Bajamos una calle de casas blancas y patios de azulejos, con treinta y seis grados a la espalda. El clamor de las campanas nos sigue de lejos, pero solo nuestros pies saben a dónde vamos.




Anochece poco a poco. Hemos vuelto subiendo por el camino de la ermita, pero ella aún no ha dicho nada.



- Aprecio tus silencios - le dije en más de una ocasión- pero a veces me desconciertas.




En realidad no los apreciaba. Aún no. En el desconcierto no me movía bien. Era, quizás, demasiado cerrado de ideas para entenderlo. Tuvo que pasar cierto tiempo para entender el regalo que me hacía. Si ella hablaba sin palabras, ¿por qué empeñarse en cambiarla? ¿De qué sirve llenarlo todo de convencionalismos escritos? ¿Realmente "llenan" algo? Al fin y al cabo las palabras no son más que eso, palabras. Llenar las experiencias de descripciones es, además de absurdo, imposible.




Y es entonces cuando habla.





"Nunca se me ha dado bien seguir patrones" dice.


Quizás por eso seguía caminando a su lado.





1 comentario:

Anónimo dijo...

Wooow!Es tuyo?