lunes, 14 de marzo de 2011

Senza Euridice.

Duermo toda la mañana. Una señora se cogía de mi brazo, me llevaba al parque de la ciudad y charlábamos mientras paseábamos. Me despierto. Tenía que ser un sueño. La noche se extendió hasta las seis y el cuerpo me pedía a gritos descanso.


Me levanto. De todo eso ya había pasado un tiempo indeterminado. La casa no huele a nada y donde antes había una cama, ahora hay una bañera. Se ha deshumanizado por completo. El enorme pasillo de azulejos blancos ha desaparecido y con él, un mar lleno de obstáculos o una pista de atletismo. Atravesarlo ahora es como ir desnudo, porque el frío, el puto frío, campa a sus anchas y se te incrusta en los huesos.



Entro en la cocina. No recuerdo la última vez que pudo oler a natillas, y se me distorsiona de la memoria la cara de la persona que las hacía. Ahora me convierto en el último en desayunar o en el primero en comer.




Entro en Internet y nada más introducir la contraseña, aparecen las fotografías del día anterior. Mira esta cara, mira lo uno, mira lo otro. Jujú, jijí, jajá. Cierro la tapa del portátil. No puedo, de verdad.


El dolor de estómago me obsesiona. Ya son las dos y media; pronto será la hora de comer. Me revuelvo entre los cojines y miro a mi alrededor. Vivo en un déjà vu continuo. Me duele de todo: yo, tú, ella, el mundo en general. Reflexiono. No sé cuándo he podido perder las referencias, pero a mí me duele mi propia libertad como al que más.



Realmente estoy muy harto de todo esto.

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