lunes, 15 de junio de 2009

El hombre que tocaba la armónica.



En Montmatre, el barrio típicamente artístico de París, el tiempo había pasado más rápido que en el resto del mundo. Los lienzos continuaban representando su particular pedazo de la realidad, pero con nuevos estilos. Los pintores seguían en la misma plaza, pero ahora venían artistas de todas las partes del mundo. Los turistas japoneses lo asaltan entre julio y agosto con una canon como arma. Sacre Coeur se veía deslumbrada por los flashes de los orientales. Aunque el cosmopolitismo había invadido el "quartier", seguía poseyendo ese aire francés que atraía tanto.




Allí mismo, encontré un trozo del pasado, un anacronismo vivo y sin bastón. Sorprendido, me quedé parado observándolo, como si hubiese encontrado un fósil viviente.




Aquel anciano no tenía nombre. Para qué mentir. En aquel lugar era una pieza más del derroche artístico. Tendría unos ochenta años, cabellos plateados, mirada cálida. Se encontraba allí mismo, en los últimos diez peldaños de la escalinata que subía hasta la basílica de Sacre Coeur, con la misma armónica que usaba desde que era pequeño. Aquel anciano tocaba el auténtico himno a la vida : era dulce, armoniosa y alegre. Una antigua canción que había aprendido en la posguerra, cuando todo el mundo sabía el nombre del compositor.



Nosotros, los espectadores, le escuchábamos fascinados. Un matrimonio hindú trataba tararearla, unos niños ingleses bailaban a pocos metros de allí y un grupo de universitarios alemanes le escuchaban atentamente, intentando descifrar la clave de la belleza melódica. Una auténtica macedonia de culturas.




La mayoría no hablaba francés y tampoco lo entendía. Hay algo que nos conectaba, algo que provocaba (y provoca) que las cosas importantes puedan ser transmitidas, sea cual sea nuestra lengua. Y es que el idioma de los sentimientos lo hablamos sin necesidad de abrir la boca. Basta una sonrisa, una mirada viva, para saber que la torre de Babel nunca existió.

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