domingo, 27 de septiembre de 2009

El último regalo de Manhattan.


Cuando la línea R del metropolitano de Nueva York llegó a Canal Street, sentí como una marea me empujaba fuera del vagón. Oficinistas, comerciantes, extranjeros y mendigos; todos intentabamos salir de allí. La estación de estaba abarrotada. Era hora punta, y muchos neoyorquinos se retiraban ya a sus hogares. Sin embargo el día no había hecho más que empezar para cientos de turistas que, como yo, buscaban un lugar donde cenar en el céntrico barrio de Little Italy. Asfixiado, conseguí subir hasta la superficie. Pronto sentí que algo extraño ocurría.

Cuando me di cuenta de qué se trataba quedé maravillado: una luz dorada iluminaba el antiguo barrio de inmigrantes italianos, tiñendo los edificios y a mí mismo de tonos aúreos.

Levanté la cabeza, buscando el origen del fenómeno . No pude apartar la mirada. Tampoco se puede describir la belleza que tenía. Unas nubes perfectamente redondeadas inundaban el cielo, que se había vuelto amarillo. Parecía como si el Sol había crecido descomunalmente y lo acaparase completamente.


Era un espectáculo sobrenatural, algo único. Lo supe porque los comerciantes dejaban sus tiendas, los viandantes buscaban la mejor fotografía y los vecinos se agalopaban en las ventanas. Recuerdo a un grupo de vendedores chinos que señalaban a las nubes, no se sabe si con alegría o miedo. Nadie se lo quería perder.
- En cincuenta años que llevo aquí, nunca había visto algo igual - dijo el camarero del restaurante, un italoestadounidense que chapurreaba el español - Pocas veces se puede disfrutar de un atardecer como éste.


Nadie había visto aquello, pero es sin duda uno de esos días que quedarían en la memoria. Nuestro último día en Manhattan estuvo marcado por aquel atardecer tan increíble, una de las mejores cenas que he probado en mi vida y una alegría que me desbordaba por dentro. No sabría explicar por qué, pero estaba como atontado, hipnotizado mientras miraba al cielo.


Nos comentaron que pocas veces ocurría aquello, que cuando los indios vivían en la zona pensaban que eran los dioses. Pensaba en el asombro que debían sentir los indígenas cuando veían aquello, en aquel mismo lugar hace cientos de años, cuando Manhattan era un enorme bosque en la desembocadura del Hudson y Colón no había descubierto aún las tierras americanas.


La naturaleza sigue viva aún, incluso en la ciudad que nunca duerme, el auténtico centro del mundo. Es una gran noticia que todavía no nos la hayamos cargado por completo y se pueda disfrutar de esto. Probablemente, esto no se pueda ver en otro lugar. Fue el último regalo de la Gran Manzana. Y es que ni si quiera el Sol ilumina de la misma manera en la ciudad del Empire State.

1 comentario:

Margot dijo...

Borja! Que tal? Cuando estas a New York ?:)Yo espero ir a Espania en Noël unas dias, pero no estoy a Gijon :(. Yo tengo que preguntarte!
Bisses :)