sábado, 28 de noviembre de 2009

Miradas al pasado (y futuro) desde Pennsylvania.





Nuestro Chrysler alquilado avanzaba por la interestatal, en una mañana calurosa de junio. En aquella curiosa ruta de bosques gigantescos de una carretera que atravesaba todo el estado, me encontré con algo que realmente me impactó.

Llegamos a Lancaster, una ciudad del estado de Pennsylvania. Tiene un tamaño parecido al de Avilés, quizás un poco más pequeño. Barrio de oficinas, barrio histórico y una zona de casas bajas de madera con la banderita de EEUU en todos los jardines. Hasta aquí, todo normal. Como en cualquier otra urbe americana. Sin embargo, lo extraño fue encontrarse con coches de caballos en medio del tráfico de automóviles. Gente vestida de negro, con grandes sombreros y chaquetas, como sacados de otra época. En cierto modo, son de otra época.

En Lancaster existe una de las mayores comunidades amish de los Estados Unidos. Los amish viven en granjas, cultivando la tierra y criando a sus animales, tal y como lo hacía la humanidad hace 300 años. Rechazan las nuevas tecnologías, no gozan de las comodidades modernas y viven aislados del resto del mundo. Esta gente proviene de Suiza en su mayor parte, por lo que hablan una lengua diferente al inglés. Es un dialecto del alemán antiguo, que suelen hablarlo el medio millón de amish que hay en EEUU.

Los amish rechazan ser fotografiados, por lo que hay pocas fotos suyas. De hecho yo no pude hacer ninguna, ya que se enfadan en cuanto les apuntas con el objetivo y te increpan. Para ellos, está prohibido hacer "una copia" del ser humano. Por la misma razón, las muñecas de las niñas de este grupo no tienen rostro, lo que les da una apariencia macabra. Tienen también otras tradiciones no menos curiosas, como que no pueden usar botones en sus ropajes. Los botones los usaban los soldados del ejército y su uso lo interpretan como una evocación a éstos. Son una comunidad muy pacífica y muy religiosa. No molestan a nadie, solo se dedican a lo que sus ancestros han hecho durante toda su vida.

En los últimos años, han visto amenazado su modo de vida. La modernidad les acorrala, les trata como si fuesen monos de feria expuestos al resto de la humanidad. Por eso son muchos los que ven a los "ingleses" (los actuales americanos, que en su mayoría son descendientes de británicos) recelosamente, ya que son ellos los que les condenan a la desaparición. Son muy pocos los que abandonan esta forma de vivir, lo que da mucho que pensar.

Nuestros usos de vida están condicionados por los que se encuentran a nuestro alrededor. Conocemos bien poco de las culturas mundiales, creyendo que la nuestra es la mejor, imponiéndola y rechazando otras. Lo que se sabe de ellas es lo que aparece en Wikipedia y poco más. Cuando se va de viaje a países exóticos, uno se aloja en grandes cadenas hoteleras, en las que no pierdes el contacto con tu país. Es, de hecho, un hotel que podría estar a dos pasos de tu casa. Cada uso de vida está en un compartimento estanco, en la que nada ni nadie puede entrar a cambiar. Lo extranjero es malo según muchos: se peca de chovinismo, xenofobia y racismo. Y sin embargo, hay tanto que se puede aprender de otras culturas... Aunque quizás eso esté empezando a transformarse, con la inmigración. Nuestro mundo a comenzado a cambiar y eso se hace muy patente en un lugar como Lancaster, en el que los carromatos de caballos y camiones conviven diariamente. La fotografía del niño es una mirada caduca, que nos observa desde el pasado viendo un presente desconcertante. Quizás es irremediable que desaparezcan las costumbres mundiales, para dar paso al "progreso". Viva la uniculturalidad, el McDonalds y la madre que lo parió.

(Esta es la primera de las crónicas "periodísticas", si así se le puede llamar, que escribo en tiempo. Hola presente, adiós pasado).

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