martes, 1 de diciembre de 2009

Veinte inviernos en Moscú.


El día que la vida de Sasha Popov cambió, había comenzado como cualquier otro día de invierno. Se levantó de la cama, se vistió con parsimonia y puso la tetera en el fuego. La radio apenas se oía, había interferencias. Comentaban algo de la guerra de Irak, pero casi no se entendía. Después empezaron a retransmitir el discurso de un político, alabando a la patria y al socialismo. Apagó el aparato, con mala cara. Estaba harto de mentiras. Su mujer llegó a la cocina y empezó a gritarle como tenía por costumbre. La respondió aún peor y ella no dejaba de gritar. Harto de la situación apuró la taza y la dejó sobre el fregadero, aún humeante.


Salió de casa, se subió a su bicicleta oxidada y pedaleó desganado por las callejuelas de la barriada. No nevaba, pero una brisa invernal helaba hasta la última vértebra de la espalda. El invierno se hacía especialmente duro en una zona de Moscú como aquella, donde la gente mendigaba para conseguir gasolina para su calefacción. Él no, pero casi. Apenas le llegaba el dinero para mantener a la familia.


Llegó a la puerta de la casa de Dima, un viejo amigo. Era un edificio destartalado, enegrecido por los humos de la fábrica, con un pequeño jardín cubierto por la escarcha en la parte delantera. Llamó y no tardó en abrir.


- Toma, aquí tienes lo que me pediste - dijo Sasha, entregándole una bolsa.- ¿Qué tal te trata la vida?


- Sobreviviendo - respondió Dima, encogiéndose de hombros.- Este mes no puedo pagar el gas... y encima no deja de nevar.


- Ya llega la primavera en nada.


- Pero las cosas siguen sin cambiar - replicó. Hizo ademán de darle unos cuantos rublos por la bolsa.


- Ya me lo darás cuando te vaya mejor- le dijo, rechazándolos.


- ¡Entonces no te lo devolveré nunca!- rió, con amargura.



Momentos después, Sasha pedaleaba de nuevo calle abajo. Se había quedado pensando en lo que le había dicho y cuándo iban a cambiar las cosas. Supuso que muy pronto. Sus hijos crecerían, su mujer cambiaría, les ascenderían en el trabajo... La mala suerte no podía durar más: tenía que cambiar su vida. Y de hecho lo hizo. Súbitamente, un coche destartalado apareció de entre la nada. No pudo evitar la colisión. Él salió despedido, dándose bruscamente contra el asfalto congelado.



Despertó repentinamente, como quien se despierta de un largo sueño. No recordaba en qué día vivía, ni dónde estaba. Era una sala blanca y pequeña, con un par de camas metálicas idénticas. En la suya reposaba un cuerpo extraño, blanquecino, débil, que parecía aún de porcelana tras tantos años postrado en cama. Se llamaba Sasha Popov, tenía casi veinte años más desde su último recuerdo nítido y años perdidos por decenas.


Una mujer, de unos cincuenta años y muy gruesa, discutía fuera de la habitación. Larisa Popova había nacido con mal carácter y moriría con él. En cuanto su marido quedó en coma, tuvo que hacerse cargo de Misha y Anya por sí sola. Eran sus dos hijos, que la traían de cabeza. Ahora, que eran casi adultos, no dejaban de darle problemas.


- ¡Te dije que no dejases a tu padre solo! - gritó ella, muy enfadada.- ¡El médico ha dicho que puede despertarse en cualquier momento y tenemos que estar ahí, imbécil!


Misha, tan descuidado y desentendido como su padre, casi no lo conocía. Cuando cayó en coma, él tenía apenas cuatro años. La verdad, le importaba poco si se despertaba o no. Para él, era un ser inanimado al que tenía que ver continuamente, lo cual empezaba a molestarle. Tenía que venirse desde San Petesburgo todos los fines de semana y últimamente más a menudo ante un inminente despertar. Pero era bastante escéptico. Las cosas, no cambiaban mucho.


- No te preocupes, Larisa. La culpa es mía, yo tenía que vigilarle - dijo Dima. Tenía ya cerca de sesenta años, el pelo canoso y ahora llevaba gafas. Las arrugas tampoco le perdonaban. Pero seguía conservando la misma expresión escéptica de siempre.


Entró en la sala de nuevo y se encontró con el periódico encima de la cama de Sasha, abierto de par en par. Las viejas gafas de media luna estaban tiradas en el suelo. Larisa le echó la bronca de nuevo a Misha en cuanto vio el panorama.


- ¡Yo lo dejé todo sobre la mesa!- exclamó, desconcertado. No entendía como habían llegado allí las gafas y el periódico.


- ¡Mientes, siempre mientes! ¡Siempre desordenándolo todo! - gritaba ella, indignada. Dima callaba, observando aquella escena mientras recapacitaba.


Larisa le dio una colleja a su hijo que sonó como si le hubiese partido la cabeza y se marcharon de la habitación, entre gritos y quejidos. Menos mal que estaba Dima, porque aquella familia siempre estaba igual. Siempre, siempre igual. Pobre Sasha, lo que iba a tener que aguantar cuando se despertase, pensó.


Dima se acercó a la cama y sonrió ligeramente, con malicia. El periódico hablaba de nuevo de la guerra, la crisis y todos los problemas del mundo. Como siempre.


- ¿No han cambiado tanto las cosas, a que no viejo amigo?

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