viernes, 4 de diciembre de 2009

Gijón.


La vida se había parado y comenzaba a dar vueltas sobre sí misma, repitiéndose continuamente. Los recuerdos rompían contra los acantilados, se revolvían en el mar y volvían a embestir. Las risas se teñían de gris en las interminables tormentas otoñales, los sueños se colgaban en los tendales y las canciones quebraban conciencias doloridas. Los marineros surcaban mares de tierra, mientras el gentío se desvanecía entre hormigón y cemento. Las palomas, con su vuelo a ras de tierra, desgajaban el cielo. Desgajaban la monotonía, la rutina de días de café cargado, libros enormes y vida de prisionero mantenido.
No era un sueño. Era una ciudad invadida por el agua, embravecida y turbia. Quizás espumosa, quizás calmada. Era la ciudad del mar eterno, de las ilusiones que llegaban y se iban de la orilla todos los días del año. La ciudad se llamaba Gijón.

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