miércoles, 9 de junio de 2010

Requiem por un viejo.



- Ustedes verán como se nos viene cayendo en unos meses, como todo en esta ciudad- dijo Gerardo Lunavieja muy molesto, contemplando el barrio desde el balcón.- ¡Chale, qué vergüenza de país!


Emilio José llevaba años oyendo quejarse a su abuelo sobre cómo estaba desapareciendo la que fuera el pueblo más bello del Nuevo Mundo. En toda Chapaletas, no quedaba sino un solo edificio que había permanecido en su sitio por más de trescientos años, desde que Segismundo Buendía había puesto la primera piedra en la ciudad. Testigo del pasado más glorioso de un imperio, ahora la sede de la gobernación era el único vestigio de una época olvidada en que el pan no llovía del cielo y solo se palpaban revoluciones en sus muros. Y se caía a pedazos. Don Gerardo Lunavieja no podía evitar compararse con él, pues sabía que a pesar de todo, él duraría aún menos. Y así fue.


Los niños seguían jugando a su alrededor, esquivando coches y destrozando sus paredes. Los desconchones afloraban en abril y las termitas roían sus vigas, ya podridas, en pleno mes de diciembre.


Ya nadie se apoyaba contra su fachada. Por asco, más que nada. Hacía tiempo que los perros no respetaban sus esquinas y el olor a orines se hacía insoportable con los primeros calores. El que había sido el hogar del gobernador de la provincia, ahora no era más que un montón de escombros sin derrumbar. El último superviviente de los años del oro y las espadas, sería también el único que asistiría a su propio funeral. Sin nadie que le llorase y sin plañideras que contratar, el antiguo coloso solo podía resignarse, y romper a crujir de vez en cuando. Las almas, y los recuerdos, pesaban demasiado para un anciano encorvado por la historia. Solo y ya muy enfermo, el tiro de gracia no tardó en llegar. Provino del norte. Alguien lo llamó huracán.


- ¡Emilio José, mándese entrar! - le ordenó su madre, desde el umbral de la casa.

La voz de Dolores Lunavieja se oía perfectamente a través de la cortina de agua que caía sobre el empedrado de la calle. Pero Emilio José siguió allí, contemplando las ruinas con estupefacción, sin moverse un solo centímetro, mientras el frío congelaba uno a uno sus huesos. El tiempo será nuestro asesino, Emilio.


Entre tanto, las señoras salían de la iglesia del Cristo Benefactor a las carreras, procurando no estropear sus vestidos de domingo con el fango. Los campesinos corrieron a guarecerse. La milpa invadió las aceras.


En Chapaletas, la lluvia no cesó en trescientos días.

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