jueves, 5 de agosto de 2010

El viaje de Rostopov.





Desplegó una vez más el papel y sacó la estilográfica de la cartera, intentando con ello, quizás, que las ideas volviesen a su cabeza. Pero su cerebro estaba vacío de palabras, tanto o más que el papel, aún en blanco. Así pasó el primer día, y el segundo, y el tercero... En realidad, todas las veces que había pretendido empezar a escribir desde que había salido de Vladivostok hacía semanas se habían quedado en eso: intenciones. Había terminado por referirse a aquella misiva como la carta imposible.





Quiso pensar en algo que decirle, pero no podía porque no tenía nada que decir. Repentinamente, no quería volver a casa. No quería regresar, ni que le esperasen en la estación de trenes, ni que le recibieran ceremoniosamente a su llegada. Los paseos por las orillas del Volga le resultaban abominables, las cenas a la luz de la luna repugnantes. No quería. Ya no.






Quiso buscar una causa para aquel repentino cambio de actitud y no sabía a qué achacarlo. Nunca se había considerado un misántropo y no creía que ahora lo fuese. ¿O sí? Se mordió el labio, con evidente preocupación. No, no aborrecía a la humanidad entera. El problema era más personal que universal y, sobretodo, mucho más individual. Sabía porqué lo decía. Algo había cambiado.






Suspiró profundamente, como si fuese a acometer el peor trabajo de su vida. Miró el papel desnudo. Volvió a suspirar. Esta vez, empapó la punta de la pluma en tinta y se dispuso a escribir.






Odi et amo. Quare id faciam, fortasse requiris. Nescio, sed fieri sentio et excrucior.Odi et amo, mea Lesbia. Odi et amo.





Leyó y releyó lo escrito repetidamente. Era perfecto, no hacía falta nada más. Los famosos versos de Catulo expresaban todo lo que tenía que decir. Habiendo recibido estudios clásicos en una de las más prestigiosas academias rusas, Rita lo entendería a primera vista.




Se levantó de su silla y salió al pasillo. Se asomó al cristal. Nada más apoyar los dedos sobre éste, sintió un frío cortante que le hizo dar un salto hacia atrás. Estaban parados en medio de ninguna parte, a varias decenas de grados bajo cero.




- Perdone, ¿qué ocurre? ¿dónde estamos? - le preguntó al revisor.




- Hay casi dos metros de nieve en la vía. Es imposible avanzar - explicó el hombrecillo.- No llegaremos a Ekaterimburgo hasta el jueves.





Contempló el exterior. Unos cuantos operarios, ataviados debidamente con casacas, habían bajado del convoy y contemplaban la nieve sin saber qué hacer. El enorme manto blanco que cubría la estepa siberiana llegaba a la altura de las ventanillas. Tendrían para un buen rato.
Vladimir Rostopov suspiró, aliviado. No sabía porqué, pero deseaba con todas sus fuerzas permanecer allí, atrapado entre la nieve, sin moverse, probablemente soñando con que, si el tren no se movía, sería porque el tiempo se había congelado también. Ojalá, pensó él. Ojalá.

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