sábado, 11 de septiembre de 2010

9 años sin Nueva York.





Si dijese que la visita a la Zona Cero me dio revoltura de estómago, ganas de llorar o algo por estilo, mentiría como un bellaco. En realidad me sentí como el periodista que llega tarde a dar la noticia o como el médico que llega para curar al que ya está muerto:como un imbécil. Lo único que se me venía a la cabeza eran imágenes y la voz de Matías Prats. ¡Dios santo! , exclamó. Un escalofrío extraño te recorre la espalda. Sientes algo, pero no sabes que es. Supongo que no soy el único que lo ha sentido cuando ha llegado a este lugar. ¿Cómo se podría decir con palabras ? Quizás sea... ¿impotencia? Sí, eso. Impotencia es la palabra. Docenas, cientos, miles de rostros grisáceos aplastados sobre un muro te miran con ojos inertes desde otro mundo. La mente se debate entre un aluvión de sentimientos: rabia, espanto, rabia, frío en la nuca... Rabia otra vez. Impotencia al fin y al cabo.










Mentiría aún más si dijese que Nueva York no se ha recuperado del suceso. Mentiría. El pueblo americano les honró, les lloró y les enterró con todos los honores en el cementerio de Arlington. Pero los americanos ya empiezan a olvidar. El solar de la Zona Cero, hasta ahora considerado un lugar con vida propia, ha sido profanado por las excavadoras de una constructora. Aquí se alzará la Liberty Tower, futuro símbolo de los souvenirs neoyorkinos. Y es que, aunque no lo podamos creer, ya han pasado nueve años: la vida sigue. La herida del 11-S parece que empieza a sanarse. Hasta que las obras estén avanzadas, nuestra cabeza reconstruirá, imaginaria e inconscientemente, lo que una vez fue el World Trade Center.




Pero el miedo sigue ahí. De hecho, la famosa estatua de la Libertad, permaneció cerrada ocho años al público porque podía ser un posible objetivo de futuros atentados terroristas. Solo en julio de 2009, apenas dos días despúes de marcharme yo, se volvió a reabrir, para volver a cerrarse de nuevo hace unos meses. Imagínense como está el subconsciente colectivo.




En Greenwich Street falta algo más que un rascacielos. Falta seguridad. Falta confianza. Y, sobretodo, faltan los que se fueron. Lo admiten ellos mismos. Faltan esos policías que, a pesar del peligro de derrumbe, se metieron en los edificios para sacar al mayor número de personas. Los ciudadanos anónimos que salieron a las calles y se volcaron con las víctimas. Los bomberos que, a pesar del cansancio y del riesgo que corrían, dieron todo lo que pudieron dar de sí mismos: su propia vida. Vidas sacrificadas y destrozadas para siempre, que nunca volverían a ser lo mismo.






Nueva York se quedó huérfana de la noche a la mañana y no supo aceptarlo. Los americanos son niños y por tanto se comportan como tales. Hay quien sostiene que el 11 de septiembre fue el verdadero inicio del siglo veintiuno. En mi opinión, se quedan cortos. El 11-S cambió el rumbo de la historia.
(fotos propias)

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